jueves, 18 de febrero de 2010

Como se duerme cuando no se duerme en tu cama

Había cambiado las sábanas por ella, porque le gustaban las sábanas blancas, como las de su casa, y él lo sabía. Por eso, ya que las iba a cambiar porque hoy no dormía sólo, las había cambiado y las había puesto de ese color. Su cabello negro no podía resaltar más que sobre un fondo blanco. 

Márie estaba desnuda, engarzada entre esas sábanas blancas que no eran las suyas, pero aún así era lo único que le resultaba cálido, lo único que parecía abrazarla y decirle tranquila estás en casa, nada malo te va a pasar. Sus rodillas rozaban su pecho y se abrazaba a ella misma. Quería poder apretarse el alma y apartarla a un sitio más pequeño, más remoto y más oscuro, donde las cosas que duelen no duelan tanto. No podía llorar. Cuando lloras es la tristeza la que te gotea por los ojos, pero su tristeza llevaba meses dentro de ella, seguramente se había homogeneizado con los demás líquidos de su cuerpo y ahora la recorría de arriba a abajo, ya no le cabía toda detrás de sus ojos. Y mira que la gente le decía que tenía los ojos grandes, pero no; eran los párpados. Ni si quiera entendía porque estaban ahí esas sábanas blancas, porque seguían sin ser Sus Sábanas Blancas, esas no la habían aguantado todas las otras noches eternas. Así que empezó por enfadarse con ellas debían haber sido azules, quizá así todo ahora hubiera sido diferente. Las agarró con los puños cerrados y las oprimió hacia sí, que absorbieran toda su desesperación, ¡que les costara respirar a ellas que eran las culpables de todo, malditas sábanas de mierda!

Ni se había percatado en medio de su lucha simbólica que la puerta de la habitación se había abierto y alguien la había descubierto allí, donde se podía oler el aroma de los fantasmas de cada uno. Se había sentado a su lado y poco a poco la había podido desenganchar de los tejidos que la envolvían, se la había sentado encima y la había dejado que le apretara con toda su rabia, que le golpeara en el pecho, que se enfadara con él, que seguro había cometido más fallos que aquellas sábanas, hasta que Márie apretara tanto los dientes que le doliera la frente y pudiera llorar casi entera su alma por los ojos. 

Pese al silencio y al vacío de sus cuerpos, abrazados hasta el amanecer, ninguno de los dos pudo dormir en toda la noche.

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